Max Manus fue un guerrillero noruego que durante la Segunda Guerra Mundial participó de la resistencia clandestina a la ocupación nazi. Sus operaciones lo convirtieron en el más grande saboteador de la historia, porque perfeccionó el arte de hundir barcos alemanes anclados a cientos de kilómetros del frente de batalla. Por eso saboteador, porque es un enemigo que ataca desde dentro. Disfrazado de mecánico naval o remando sobre una balsa de goma, en la oscuridad de la noche, instalaba explosivos y luego los detonaba a distancia. Una película noruega del año 2008, llamada precisamente Max Manus, y en inglés Man of war, relata la vida del héroe noruego y rescata una escena muy interesante en la que el protagonista se desmorona, cosa curiosa, durante los festejos por la derrota alemana. Y es un hecho curioso porque justamente Max, el más encumbrado artífice de ese gran logro nacional, se muestra ahí brotado de angustia, sin consuelo, presa de un llanto incontrolable, ahí mismo, en el preciso momento en que toda Noruega arde de alegría por el éxito definitivo. ¿Qué le pasa a Max? Está abatido porque se pregunta qué va a hacer de su vida ahora que la guerra terminó, ahora que ya no va a sabotear. Si no hago esto, ¿qué hago? Si no soy éste, ¿quién soy?
Lo que la escena muestra es a un militante que ha por fin alcanzado el objetivo de su militancia, su anhelo, su sueño, y una vez allí experimenta en el espíritu un desgarro. Un soñador que alcanza su sueño y se derrumba. Irónicamente, lo que en teoría iba a experimentarse como una ganancia, él lo experimenta como una pérdida, enorme pérdida, muy íntima, una pérdida a nivel de la identidad, a nivel del narcisismo. (Si en ese momento a Max le daban a elegir entre esa amarga victoria y cinco años más de ocupación nazi, bueno... creo que por lo menos lo meditaba un rato).
Muchas causas humanas tienen esa dificultad al final del camino: alcanzados los objetivos, la actividad que convoca ya no tiene razón de ser y debe, por fuerza, disolverse. Y los afectados a ella deben, por fuerza, renunciar al rol que hasta ahí interpretaban, renunciar a un fragmento de la identidad, la identidad de militante, que ya no tiene razón de ser. No siempre es un evento trágico, atención: los compañeros de armas de Max renunciaron contentísimos y se fueron a festejar; pero bueno, ya se observa en la escena que para él la cosa se complicó bastante. Y es comprensible, porque cada quién encara la renuncia narcisística con los recursos de los que dispone. Quizás él no contaba con esos recursos y se hundió en la afánisis, esa abolición subjetiva en la que el sujeto se pierde, se invisibiliza, depararece, pierde la relación con los significantes a los que estaba identificado, sucumbe a la angustia.
Quizás Max amaba la identidad que había forjado mucho más que la posibilidad de expulsar a los alemanes.
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