viernes, 25 de febrero de 2011

Instantes

De vez en cuando aparecen instantes a los que, si fueran visibles, les sacaría una foto. La enmarcaría y la foto se transformaría en un cuadro, en uno de los tantos que tendría colgado en el pasillo del hastío. Los cuadros sería entonces amuletos, equilibristas suicidas a los que el recuerdo no oxidaría. Pero los instantes no se dejan fotografiar, se escurren entre los sentidos, casi siempre sin dejar huellas, y cuando dejan alguna es tan efímera como una pisada en la arena. A veces se dejan enjaular en mi cerebro, pero enseguida los invade un ejército de trivialidades sedientas de singularidad y entonces arrasan con ellos, los devoran sin piedad. Pareciera que estos instantes estuvieran hechos de un material desconocido, de una sustancia no compatible con las posibilidades de la experiencia humana, pero cierta anomalía permite que accidentalmente se crucen con nuestras conciencias en una considerable muestra de generosidad por parte del azar. Tuve la particular suerte de cruzarme con varios, sin depender demasiado de factores externos, lo prueba el hecho de haberlos captado tanto en la orilla de un río como en algún rincón de una gris oficina de empresa. Alguno podría razonar que su independencia externa supone una chance para generarlos intencionalmente desde la propia subjetividad. Grave error, su independencia es total y absoluta. Como máximo uno podría aspirar a coincidir en el tiempo y lugar en los que el instante se digne a aparecer, pero no hay parámetros a los que aferrarse, excepto algo tan abstracto y peligroso como la intuición, que siempre puede mandarse una broma pesada .Por si le sirviera a alguien de consejo, yo logré tomar el control en todo este embrollo acerca de los instantes cuando terminé de asimilar que es imposible controlarlos.


martes, 1 de febrero de 2011

La insoportable otredad del ser

¿Pueden convivir de manera armoniosa dos mundos distintos, casi antagónicos? ¿O indefectiblemente uno de esos mundos intentará imponerse sobre el otro? Tales interrogantes parecen sobrevolar la trama de "El hombre de al lado", película dirigida por Gastón Duprat. El argumento está basado en un conflicto doméstico entre dos vecinos. En principio parece una historia simple, y de hecho lo es en cuanto a lo que pasa. Una sucesión de hechos que le pueden pasar a cualquier persona. Lo interesante son las aristas psicológicas y sociales de los dos personajes principales (los vecinos en pugna), Leonardo y Victor, muy bien interpretados por Rafael Spregelburd y Daniel Aráoz respectivamente. Leonardo es un prestigioso diseñador industrial. Tiene éxito, guita y es exasperantemente cool. Su mujer es un genuino producto del new age palermitano que trabaja en su casa dando clases de meditación, mientras que su hija, que empieza a entrar en la adolescencia, vive pegada a su i-pod y parece casi con certeza que lo odia. Víctor, un vendedor de coches usados, acaba de mudarse a la casa de al lado, de Leonardo sólo lo separa una medianera. El conflicto comienza cuando Víctor pretende colocar una ventana justo enfrente de la casa de Leonardo para "atrapar unos rayitos de sol". Leonardo, influenciado por su mujer, le exige a Víctor que suspenda la instalación de la ventana por considerarlo una invasión a su privacidad, lo atormenta ser visto por este sujeto tan vulgar, tan grasa (como lo describe en una cena con amigos que son todavía mas cool y pelotudos que él). Víctor parece una buena persona que busca agradar, integrarse; sin embargo es un tanto pesado, molesto y tiene algunas actitudes que rozan las del psicópata. De este cóctel van surgiendo situaciones de un humor que en lugar de negro calificaría de inquietante, inquietud que irá creciendo paulatinamente con el transcurrir de la película.

Emile Benveniste decía que el "yo" carece de sentido sin un "tú". El problema comienza cuando los cimientos del propio sentido se ven amenazados por un Otro que parece haberse acercado demasiado, tanto que la última barrera es una pequeña medianera.