Me tentaba demasiado la última gran obra del exitoso pintor francés Jean Paul Dubois. Tanto como para cometer una locura, lo suficiente como para embarcarme en un acto que desbordara irracionalidad. Esa pintura había sacudido mi interior. Quizás se tratara de algo tan simple como un capricho, pero no por simple dejaba de ser una sensación conmovedora. Lo supe desde el día en que me llegó la muestra al museo: esa pintura debía ser mía. Dubois, aunque no lo supiera, había pintado aquello exclusivamente para mí.
Toqué a los contactos adecuados e hice las averiguaciones correspondientes, la pintura salía veinte mil euros. Exactamente el doble que los ahorros de toda mi vida. Me vino a la mente la posibilidad de sacar un crédito, había que tener en cuenta que hacía veinte años que trabajaba en el museo en relación de dependencia y mi historial financiero gozaba de una pulcritud absoluta. El banco me lo tendría que otorgar sin dudarlo.
Le comenté la idea del préstamo a Mirtha, mi mujer. Todo le pareció una insensatez, propia de un desquiciado mental. Le contesté que tenía razón en todo, que me había dejado llevar por sensaciones sin sentido alguno. Eso le dije a ella. A mi me dije que conseguiría esa pintura sin importar lo que opinara mi mujer, el vecino, el presidente o el mismísimo Dios en persona.
“Soledad”, ese era el nombre que había elegido Dubois para su obra más lograda, definitivamente la más bella e intensa que pudiera pintar en toda su vida artisitica. En el lienzo se ve una mujer sentada sola, encorvada y con la cabeza un tanto gacha, el ambiente envuelto en penumbras pero con una infinidad de detalles que igualmente pueden observarse, como el deterioro de los muebles, las botellas vacías que aparecen desparramadas por el piso...pero lo que me atraía de manera poderosa era la mirada de aquella mujer, sus ojos tan apagados, al igual que todo el ambiente que la rodea. Cada detalle, pero en especial ese, me transmitía una desolación absoluta. Aquí, Dubois ha llegado al punto más alto que puede aspirar un artista: cuando una obra despierta sensaciones profundamente viscerales, sin mediar racionalidad alguna. En aquel momento reflexioné que si, al carácter conmovedor de la obra, le agregaba la locura que estaba por cometer para conseguirla, resultaría todo doblemente conmovedor.
Tenía diez mil euros, la pintura salía veinte mil. Disponía de muy poco tiempo para conseguir el resto del dinero si es que no quería que nadie se me adelantara en la compra de “Soledad”. Mientras caminaba por la calle en busca de respuestas me alcanzó una idea de la ya no me pude escapar. Podía doblar el dinero que tenía en una sola noche. Rojo o negro, par o impar. No tenía dudas de que el generoso dios del azar iba a estar de mi lado, es que no creía que jamás nadie hubiese apostado por un fin tan noble ¿o acaso existe algo más noble que el arte?
Mis números predilectos siempre fueron impares, por lo que decidí apostar todo a la chance impar. Todos los presentes quedaron azorados cuando coloqué semejante cantidad de fichas doradas en el paño. No era para menos, mi atuendo de pobre tipo no se correspondía con que estuviera en la mesa vip del casino y menos con que apostara tal cantidad de dinero. En ese momento Mirtha tenía la certeza de que yo estaba cenando con compañeros del trabajo. Que estúpida, pensé, como podía ser tan insensible con respecto a una obra de arte de tal magnitud. En eso pensaba mientras giraba la bola en la ruleta, hasta que se detuvo y ya no pensé más. Salió el 19. De repente yo, el insignificante hombrecillo que trabajaba en el museo, era el heróe de la noche en el casino. Invité unos tragos al resto de las personas que compartían la mesa, dejé unas fichas de propina al croupier y me retiré de inmediato a cobrar el dinero. Guardé los fajos de billetes en mi viejo maletín negro y tomé un taxi en la puerta del casino. El chofer me preguntaba como me había ido y yo contestaba con evasivas y generalidades para que me dejara tranquilo. A veces se ponía demasiado cargoso con sus preguntas. Intuí, por la tonalidad de sus palabras, que el hombre había estado bebiendo y que entonces esa era la causa de su insoportablidad. Ibamos por Avenida Independencia, cruzando la avenida Entre Ríos, cuando me contaba de un supuesto amigo suyo que había descubierto la fórmula para ganar la quiniela. Ese es el último recuerdo que tengo de aquella noche. Un colectivo que venía por la avenida Entre Ríos embistió de lleno al taxi. Supe un tiempo después que el taxista murió en el acto. Yo me salvé de milagro, pero al costo de no volver a caminar jamás. El maletín desapareció, la policía jamás supo explicarme como fue eso posible.
Finalmente, la pintura terminó siendo adquirida por un millonario español, accionista de la cadena de tiendas “El corte inglés”. Supongo que la pintura irá a parar a su vasta colección, siendo simplemente una más entre tantas. Mirtha me abandonó y se fue a vivir a la casa de sus ancianos padres.
Escribo y recuerdo estos sucesos en un estado de desolación absoluta, mis ojos están tan apagados como todo lo que me rodea. En breves instantes dejaré de existir.
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