
miércoles, 30 de junio de 2010
Inseguridad

martes, 15 de junio de 2010
Justificar la propia existencia
Creo que si hay que justificar la propia existencia ante alguien o algo es primordialmente ante uno mismo, de ahí que se trate de un acto necesariamente personal. Nadie puede hacerlo por otro. Quizás se trate del acto más personal y singular después del acto de morir. Porque justificar va a significar hacerse cargo de uno mismo, darse algún sentido, cualquiera que sea. Este sentido será genuinamente nuestro siempre que lo hayamos elegido nosotros en lugar de vivir la vida que se tiene que vivir, según los postulados que vaya a saber qué o quién estableció alguna vez.
Descartes decía que somos una cosa que piensa, que a partir de nuestra subjetividad es que podemos dar cuenta de nuestra existencia. Es un buen punto de partida: recuperar la subjetividad, descosificarse, parar la pelota y mirar para adentro. Pero una vez que recuperemos la lucidez de nuestro autoconocimiento, habrá que hacer algo con eso. Caso contrario, nuestra singularidad será nuevamente presa fácil para volver a alienarse en el consumo, el trabajo, la caja boba o en cualquiera de los pilares del globalizado sistema capitalista. Un camino posible es sumarle, al pensamiento, la elección. Reformular, en términos sartreanos, el cógito cartesiano para pasar a ser una cosa que elige. Darse el propio sentido y actuar consecuentemente con eso que elegimos. Sólo en un contexto de este tipo es que es posible encontrarse con la tranquilidad verdadera: aquella que otorga la coherencia de nuestros actos. Una existencia injustificada, a la deriva, bamboleándose a donde pinte por la inercia, podría parecer, en apariencia, que también reposa en cierta tranquilidad. Pero en realidad se trata de una conciencia anestesiada. Sería como confundir a alguien que medita con una persona empastillada con somníferos.
No creo que sea posible una justificación absoluta y continua en el tiempo. Pude comprobar que se trata de momentos, de raptos de lucidez en que es posible escuchar nuestro deseo más íntimo, ese que conmueve y moviliza. De esos instantes aprendí algo que procuro no olvidar jamás: vale la pena intentarlo.
Descartes decía que somos una cosa que piensa, que a partir de nuestra subjetividad es que podemos dar cuenta de nuestra existencia. Es un buen punto de partida: recuperar la subjetividad, descosificarse, parar la pelota y mirar para adentro. Pero una vez que recuperemos la lucidez de nuestro autoconocimiento, habrá que hacer algo con eso. Caso contrario, nuestra singularidad será nuevamente presa fácil para volver a alienarse en el consumo, el trabajo, la caja boba o en cualquiera de los pilares del globalizado sistema capitalista. Un camino posible es sumarle, al pensamiento, la elección. Reformular, en términos sartreanos, el cógito cartesiano para pasar a ser una cosa que elige. Darse el propio sentido y actuar consecuentemente con eso que elegimos. Sólo en un contexto de este tipo es que es posible encontrarse con la tranquilidad verdadera: aquella que otorga la coherencia de nuestros actos. Una existencia injustificada, a la deriva, bamboleándose a donde pinte por la inercia, podría parecer, en apariencia, que también reposa en cierta tranquilidad. Pero en realidad se trata de una conciencia anestesiada. Sería como confundir a alguien que medita con una persona empastillada con somníferos.
No creo que sea posible una justificación absoluta y continua en el tiempo. Pude comprobar que se trata de momentos, de raptos de lucidez en que es posible escuchar nuestro deseo más íntimo, ese que conmueve y moviliza. De esos instantes aprendí algo que procuro no olvidar jamás: vale la pena intentarlo.
sábado, 12 de junio de 2010
Preludio de un sueño
jueves, 3 de junio de 2010
Memorias cincopesistas
Más allá de las cuestiones relacionadas a valores nominales, si hay algo que rescato de mi vida es la aventura cotidiana. Mientras que ellos, los de tres cifras, podrán tener largas jornadas de descanso en alguna bóveda o caja fuerte, lo cual está bien para un par de semanas de relax, pero supe de algunos que permanecieron encerrados durante años en lugares como esos. Yo no podría soportarlo, sufriría una tremenda claustrofobia. Ante esa posibilidad es que valoro, cada vez más, mi trajín cotidiano, mi constante caminar, por llamarlo de algún modo. Aún cuando esa elección me haya producido efectos colaterales en mi aspecto visiblemente gastado y arrugado.
A los que menos tolero, de aquellos que comparten mi condición billeta, son los yanquis, esos que vienen portando las caras de Washington y Franklin, creyéndose los dueños de este mundo. Procuro aclárales los tantos cada vez que me los cruzo en alguna billetera, les advierto entonces lo lejos que están de su país y que por más que aquí algunos les den tanta importancia, no dejan de ser unos huéspedes indeseados.
Conocí bastantes personas. Por lo que valgo pude cruzarme con gente de todas las clases sociales (hasta me crucé con algún famoso en circunstancias lastimosas), he sido útil para todos, para algunos apenas propina y para otros una cena. Fui escrito, robado, extraviado, roto y reparado. Fue una vida agitada, de allí se deduce mi estado avejentado. Estoy viejo, lo sé. Hace un par de días confirmé esta certeza de mi ancianidad, fue cuando un kiosquero le dijo, al verme, a la chica que me llevaba: “¿No tenés otro?”.
Siempre que me pongo a revisar mis páginas pasadas es inevitable que se me cruce su recuerdo. Nunca estuve tan flasheado con alguien como con ella. Nos conocimos en la billetera de un importante empresario textil. Ella llegó recién salida del banco. Era una impecable e inmaculada American Express dorada. Su belleza me hipnotizaba diariamente mientras ideaba como establecer un primer contacto. Tardé un tiempo en animarme a hablarle, pero cuando lo hice me di cuenta que además de hermosa era humilde y simpática. Ella le hablaba a todos por igual, hasta solía bromear con un par de viejas monedas que reposaban en uno de los bolsillos internos de aquella billetera. A la noche, mientras el resto dormía, solíamos quedarnos conversando sobre la vida, las personas, nuestra existencia, sobre cualquier cosa.
Fue muy duro separarme de ella. Me duele de solo recordarlo. Ocurrió dentro un taxi, en un viaje que costó quince pesos, por lo que abandoné el mejor lugar donde estuve junto con un compañero de diez. Aguanté las lágrimas como pude y le dije que estaba convencido de que volveríamos a vernos. Que iluso era, por ese entonces yo creía en el sentido del destino.
Ahora, aquí estoy, en el bolsillo del delantal de Pedro, un verdulero del barrio de Villa Crespo. Hoy seguro me vaya para otro lado, soy el último billete de cinco pesos que le queda.
Algunos dicen que nos espera el mismo final de nuestro predecesor el austral: la extinción. Yo elijo no escucharlos, para pálidas me quedo con mi nostalgia por la American.
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